6 de abril de 2014

De los amores ardientes


Ya vimos que hay muchas clases de amor. Hablaré hoy brevemente de uno: el amor ardiente, el amor quemante, como podría calificarse con toda propiedad. La princesa china Bibi Janum era tan menuda y frágil que, para traerla desde su país hasta Samarkanda y presentarla a Tamerlán, la metieron en una maceta de barro azul, muy bien acolchada entre capullos de seda, e hicieron el viaje en jornadas muy cortas. Se cuenta de ella que cuando sonreía por la noche su rostro irradiaba tal resplandor que no hacía falta ninguna otra luz. Su belleza era, como sucede tantas veces con las mujeres, irresistible, para los hombres que saben apreciarlas como se merecen.

Arqueólogos rusos abrieron la tumba de Tamerlán (del persa Timür-i lang, ‘Timur el Cojo’), y comprobaron que, efectivamente, era cojo, pequeño de estatura y tenía el brazo derecho atrofiado. No sabía leer ni escribir, pero era sagaz e inteligente y tenía conocimientos de astronomía y medicina, como se recoge en la autobiografía de Ibn Jaldún, que lo conoció tras el sitio de Damasco y señaló que le gustaba no sólo conversar, que esto es más corriente, sino razonar, lo que es más raro. Cuando Tamerlán vio a Bibí Janum, quedó instantáneamente prendado de ella y la hizo su esposa favorita, aunque siguió con sus campañas de guerra, que le obligaban a ausencias muy prolongadas.

Durante uno de estos prolongados viajes, Bibí quiso construir una mezquita como sorpresa para cuando volviera su esposo. Se dedico a esta tarea en cuerpo y alma. Iba cada día para observar los trabajos, controlar la progresión de los mismos, llevar las cuentas de los carísimos azulejos empleados, etc. El maestro constructor, un persa de nombre Guka Saniz, se enamoró perdidamente de ella y demoraba intencionadamente la obra para tener la oportunidad de seguir viéndola y tratándola, de mendigar su atención. Era el único alarife en todo el inagotable reino que conocía la secreta geometría indispensable para rematar la bellísima cúpula de color turquesa. Un día, enloquecido ya por el amor, le dijo a la princesa que no la acabaría si no se compadecía de sus sentimientos. Le pidió, de la manera más respetuosa, que le permitiera besarla.

Bibí, por ver de terminar los trabajos, y quizá porque Tamerlán llevaba mucho tiempo fuera y eso nunca es bueno, prometió dejarse besar en una mejilla. Guka aceptó, pensando que tampoco era un mal sitio para comenzar. Sin embargo, a última hora la bella princesa se arrepintió e interpuso la mano cuando el enardecido alarife se acercó a besarla. Cómo estaría el buen hombre, en qué estado de ignición, que sus labios le quemaron la mano —con razón hablo del amor quemante— y la lesión no había curado aún cuando llegó Tamerlán. La mezquita estaba terminada, a pesar de todo, porque Guka había perdonado los incumplimientos y renunciado a la felicidad, como saben hacer los hombres a menudo. Sin embargo, el rey preguntó a Bibí por la quemadura, supo los detalles y mandó que tiraran al alarife desde lo alto del minarete. Alah el Grande, el Misericordioso, no permitió que tan gran arquitecto muriera y lo facultó para que pudiera volar y escaparse. Hay otras versiones de la historia, pero prefiero esta, sin víctimas mortales.

Al rey leonés Alfonso VI, el Bravo, también le quemaron la mano en Toledo —cuentan las leyendas que la quemadura le horadó la mano—, en una situación muy distinta. Lector, hoy todo está en Internet; si quieres saber algo más de esto, míralo allí y sabrás encontrarlo enseguida. Así yo termino esta entrada y no me alargo más, que tampoco son buenos los excesos.

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